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miércoles, 2 de diciembre de 2009

LA EVOLUCIÓN DEL CARÁCTER DE DIOS


Estaba yo leyendo un best-seller de los años ’50, que se hizo famoso no tanto por si mismo sino que por una famosa película el 1953 con Montgomery Clift y Burt Lancaster y luego por una serie de televisión con Natalie Wood y William Devane: “De aquí a la eternidad”.
En la novela, su autor, James Jones, pone en la boca de uno de sus personajes, Jack Malloy, unas reflexione que me han hecho meditar.
Dice Malloy: “Por encima del Dios de la venganza, por encima del Dios del perdón, está el más nuevo aún Dios de la aceptación, el Dios-del-amor-que-supera-el perdón”.
Sigamos con Malloy: “El Judaísmo enseñaba que…(Dios) era inmutable, un Dios de perpetuo castigo y venganza. El cristianismo tomó el judaísmo y lo cambió un poco, y lo convirtió en el Dios del perpetuo amor y perdón, que solo castigaba el mal cuando se veía absolutamente obligado a hacerlo.”
Sin olvidarnos que James Jones lo que hace es literatura y no teología, tenemos que reconocerle que su idea no es lo más mínimo para desechar.

Ya que los católicos no somos muy dados a leer las Sagradas Escrituras, permítanme repasar rápidamente los versículos en que se basa Malloy para su reflexión teológica:
El Dios de Moisés, en el Deuteronomio, declara “Yo soy un Dios celoso” (Deut., 5, 6-21), que no duda en abrasar a los pecadores: “Pues he aquí que llega el día, ardiente como un horno, en el que los soberbios y obradores de maldad se abrasarán como paja” (Malachia, 4,1).
Pero el Dios de Moisés es también un Dios político: A Samuel le dice que “he rechazado [a Saúl] para que no reine más sobre Israel” (1º Samuel, 15,35), y también un Dios beligerante: ¿recuerdan que en la misa católica, antes de la consagración de la hostia, los fieles proclaman “Sanctus, sanctus, Dominus Deus sabaoth!” que, hoy en día, en la misa en vulgar, suena “Santo, santo, santo el Señor, Dios de los ejércitos”?
Pues bien. Volvamos a leer la Biblia.
En Jueces, 1,19, leemos como “Fue Yahvé con Judas, y se apodero Judas de la parte montañosa…”
En Josué, 6:15-20, leemos el más que famoso episodio de las murallas de Jericó que caen al sonido de las trompetas de Josué, y, se sobreentiende, por obra directa de Dios.
Así mismo solo pudo ser Dios que al grito de “Párate, o sol” del mismo Josué hizo que se pararan no solo el sol, sino también la luna (Josué, 10:12-13).
Esto es el Dios de Abraham, el “Dios de la venganza” de nuestro amigo Maloy.

Sin embargo, con la llegada de los Evangelios (prefiero hablar de Evangelios, ya que, como todos sabemos, no existe prueba histórica fehaciente ni de la existencia de Jesús de Nazaret, ni de su muerte en la cruz, ni aun menos, de su resurrección), con los Evangelios y las Epístolas, las cosas cambian.
Lo textos sagrados nos describen a un Dios que se hace hombre por amor de sus hijos (nunca los judíos han pensado en si mismos como “hijos de Dios”), que da su cuerpo para que coman de ello en las sagradas formas.

Es “el Dios del perdón”, nos dice Malloy: el perdón a la adúltera que la gentuza hebrea querría lapidar (“quien es sin pecado arroje la primera piedra”), perdón a la prostituta Maria Magdalena, perdón al “ladrón bueno” de la crucifixión.
Es el Dios del “Ama al próximo tuyo como a ti mismo”.
Es el Dios del camello que pasará a través del ojo de una aguja más fácilmente de que un rico entre en el paraíso (y esto, por cierto, parece que los Pontífices de Roma sean los primeros en olvidarlo).
Es el Dios que afirma que “quienes den escándalos a los pequeños, mejor se aten una rueda de molino al cuello y se ahoguen” (es decir, que el escándalo es un pecado peor que el mismo suicidio. Y esto tampoco parece que lo sepan las jerarquías eclesiásticas).
Es el Dios que da a los discípulos el poder de perdonar los pecados: “Lo que desatarais en la tierra, será desatado el en cielo, lo que atarais en la tierra, será atado en el cielo”

¿Es a caso este el mismos Dios que el Dios de los profetas?
Parece evidente que no.
Sin embargo, si ahondamos un poquito más en el contexto, notaremos como los dos Dioses se ajusten a las situaciones históricas en que fueron escritos los libros de la Biblia y los Evangelios.
Lo hebreos en busca, antes, de una tierra propia, y luego, de la consolidación de su estado contra los enemigos que, como pasó con los Egipcios antes y los Babilonios luego, lo amenazaban, se forjaron un Dios político, guerrero, vengativo y estricto hasta la maldad.
Necesitaban un Dios que los mantuviera unidos ante que nada, que les infundiera valor y que les hiciera sentirse “diversos” y, por supuestos, mejores que los demás.

Jesús llega con la Pax Romana consolidada. Tramontó, aparentemente para siempre, el sueño de un Reino de Judea. Ahora, lo que se nececitaba, era desterrar la hipocresía de la clase sacerdotal (los “sepulcros blanqueados” del Evangelio), consolidar una moral que los mismos Romanos no tenían, con una pureza de costumbres que, una vez más, los hiciera “diferentes” y “únicos”. Y lo consiguieron, sí que lo consiguieron, ya que los mismos romanos los vieron como tales (lo que más le molestaba): “diferentes”, honestos, moralmente superiores. Lástima que esto durara tan solo un par de siglos…

Y, al final, llega Mahoma con su Allá: otro Dios “hecho a medida” para el pueblo en el que se manifiesta.
Es indudable que el Corán es un plagio de las Escrituras hebreas, releídas y corregidas “ad usum delphini”. Pero, un vez más, es una demostración de cómo le carácter de Dios se amolde al contexto histórico-social-económico en el cual “se da a conocer” según los creyentes, o lo crean, según la lógica de una análisis histórica aconfesional.

La tercera afirmación de Maloy, que esté un “más nuevo aún Dios de la aceptación, el Dios-del-amor-que-supera-el perdón”, aunque no tenga una concreta correspondencia teológica, merece una reflexión.

Básicamente, lo que dice James Jones por boca de Maloy es que el amor verdadero no necesita perdonar, mas, y sobre todo, que, si los errores son etapas necesarias para la evolución, Nno se pueden condenar los errores, porque de otra forma se impediría el progreso.

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