
Ahmed vende unos tomates que huelen a tomate un par de puestos antes. Haría una fortuna si pudiera venderlos en una ciudad como Madrid, donde ya no se encuentran. Dice que son de Logar, a una hora en coche al sur de Kabul.”
La reflexión que hace Ramón Lobo, me parece muy interesante:
“Deben ser la pólvora, el uranio empobrecido o lo que diablos echen las guerras sobre los campos de labranza lo que mantiene vivos unos productos que nosotros, los del primer mundo, hace tiempo que matamos de sabor y vaciamos de nutrientes con tanta química protectora que solo sirve para multiplicar la ganancia y dividir la calidad.”
Si, como remarca Lobo, se ha perdido la frescura y el sabor de los frutos de la tierra, quizás sea debido a la necesidad de trasportes por grandes distancias, del lugar de producción a los mercados, las permanencias en cámaras frigoríficas, la masificación debida a la demanda…Pero ¿lo que permite a los campesinos afganos mantener esta calidad no será, por casualidad, el amor a la tierra, que en nuestro mundo tan materialista, se ha perdido?